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La guerra de Trump contra los Arquitectos

La posible firma de un decreto para unificar el aspecto de los edificios federales de EE.UU. en un estilo neoclásico motiva un debate sobre su vinculación a la estética totalitaria y despliega un abanico de posibilidades irónicas. ¿Va a fundar un neo neo neoclasicismo ‘revival’ ‘revival’, como sugieren los críticos?

En muchos de los ataques que se han producido durante los últimos meses contra el repentino gusto neoclásico de Donald Trump parece haberse asumido que este estilo arquitectónico es en sí mismo dictatorial, y que al igual que a Woody Allen le entraban ganas de invadir Polonia cada vez que escuchaba la música de Wagner, ha sido el encanto autoritario de la arquitectura favorita de Hitler lo que ha hechizado al presidente de Estados Unidos. De él depende que, como en la Alemania nazi o en la Rusia de Stalin, el neoclasicismo se imponga frente al resto de estilos arquitectónicos: si Trump firma el decreto titulado Making Federal Buildings Beautiful Again («haciendo los edificios federales bonitos otra vez»), la arquitectura empleada en la Casa Blanca deberá ser la “preferida y utilizada por defecto” en los edificios federales de Estados Unidos.

El borrador que se filtró el pasado febrero aprovecha para condenar a la arquitectura contemporánea, que será oficialmente fea.

Enseguida examinaremos el polémico decreto, pero, en cuanto al prejuicio de algunos críticos sobre la arquitectura de estilo clásico, lo mejor es escuchar a Adam Nathaniel Furman, un popular diseñador y experto en arquitectura británico al que las musas han llevado hasta las antípodas del presidente de Estados Unidos.

Su tótem estético es la columna de fragmentos arqueológicos que John Soane, padre de los clasicistas excéntricos, erigió en el patio de su casa de Londres, y en la que hace tres años él se inspiró para diseñar una escultura de cerámica en ese mismo lugar. En ambas obras, capiteles de columnas clásicas se apilan sobre otros de estilo hindú o gótico, igual que los exóticos platos servidos en el banquete de Trimalción se amontonaban en los estómagos de sus invitados. Es el tipo de diversidad que a Furman le gusta celebrar en su obra, y por la que probablemente jamás gane un concurso para diseñar una oficina de correos estadounidense durante un eventual segundo mandato de Trump.

A la derecha, ‘Pasteeshio’, cerámica de Adam Nathaniel Furman inspirada en la columna ‘Pasticcio’, de sir John Soane (izquierda). | GETTY / ADAM NATHANIEL FURMAN

“El clasicismo», explica Adam Nathaniel Furman por correo electrónico, «es un lenguaje rico y complejo que ha sido utilizado de muchas maneras para representar distintas culturas en diferentes lugares y ha encarnado ideologías de todo tipo. La popularidad que ha tenido a lo largo de los siglos es lo que precisamente lo ha hecho tan flexible. No existe ningún otro que se haya utilizado tanto y de tantas maneras: ha representado desde el totalitarismo de Stalin, al republicanismo francés o el imperialismo austriaco».

También ha sido, añade Furman, «el lenguaje de la comunidad queer, donde era habitual que sus miembros se refirieran a sus sentimientos y actividades con un código de términos clásicos. Esto último fue lo que a mí me llevó inicialmente hasta el clasicismo. Desde la celebración de la belleza masculina por parte de Johann Joachim Winckelmann, padre de la historia del arte, al fotógrafo homoerótico Wilhelm Von Gloeden y la diáspora de artistas homosexuales expatriados en el sur de Italia, la cultura queer estuvo justificada (y disfrazada) por un clasicismo arquitectónico, decorativo y mitológico idealizado y sensual».

El Capitolio que Adolf Hitler diseñó junto a su arquitecto, Albert Speer, como pieza central de la nueva capital del mundo, Germania.

Como judío, a Furman también le interesa la manera en la que las comunidades hebreas han utilizado y transformado el clasicismo: «Han adaptado el lenguaje formal de la cultura católica dominante a las necesidades y gustos de una minoría a menudo maltratada. Muchas veces, los resultados han sido bellos y fascinantes».

Una interpretación generosa del decreto Making Federal Buildings Beautiful Again permitiría que un arquitecto como Adam Nathaniel Furman levantara sus edificios en la América de Trump.

Redactado por la National Civic Art Society, un lobby creado en 2002 con la misión de «fomentar la tradición clásica» en la arquitectura y el urbanismo estadounidenses, el borrador del polémico decreto define el estilo clásico como aquel «derivado de las formas y principios de la arquitectura clásica de Grecia y Roma». Sin embargo, a continuación enumera una serie de maestros de la arquitectura a modo de centinelas, para asegurarse de que el concepto quede bien guardado: Andrea Palladio y Miguel Ángel durante el Renacimiento, Christopher Wren y Robert Adams en el siglo XVIII, y arquitectos estadounidenses como Charles Follen McKim, autor de la desaparecida Estación Pensilvania de Nueva York, o John Russell Pope, artífice del Monumento a Thomas Jefferson.

Según el texto, son estos últimos edificios y otros como la Casa Blanca o el Capitolio de Washington los que han demostrado su capacidad para inspirar respeto por la democracia estadounidense y los que el pueblo ama contemplar o tener como lugares de trabajo.

La posible firma de un decreto para unificar el aspecto de los edificios federales de EE.UU. en un estilo neoclásico motiva un debate sobre su vinculación a la estética totalitaria y despliega un abanico de posibilidades irónicas. ¿Va a fundar un neo neo neoclasicismo ‘revival’ ‘revival’, como sugieren los críticos?

La desaparecida Estación Pensilvania de Nueva York, en una imagen de 1912. | GETTY

En el bando contrario aparece la arquitectura contemporánea, favorecida por un decreto dictado por el gobierno de Kennedy en 1962. De esta arquitectura el borrador de la National Civic Art Society (NCAS) dice que no recoge los valores nacionales, y que la sociedad estadounidense considera estilos como el brutalismo o el deconstructivismo «aburridos, inconsistentes con el entorno o el patrimonio arquitectónico, e incluso sencillamente feos». Construcciones recientes como el Tribunal de Justicia de Miami o el Edificio Federal de San Francisco «tienen poco atractivo estético» y han violado la tradición arquitectónica estadounidense. Es hora, concluye el texto, de que «la arquitectura federal inspire de nuevo respeto en lugar de desconcierto o repugnancia», para lo cual establece que la arquitectura de inspiración clásica sea la oficial.

El palacio de justicia Wilkie Ferguson de Miami, de Arquitectonica + HOK (2008), un ejemplo de edificios «aburridos, inconsistentes con el entorno o el patrimonio arquitectónico, e incluso sencillamente feos», según el decreto que puede aprobar Trump. | ARQUITECTONICA

Por desgracia para Adam Nathaniel Furman y otros diseñadores amantes del clasicismo, a las lógicas condenas que ha recibido semejante propuesta por parte de asociaciones como el Instituto Estadounidense de Arquitectos se han sumado las de otros que han aprovechado para cargar contra ese estilo arquitectónico. Como apuntaba antes Furman, comunidades como la queer emplearon el clasicismo para forjar su identidad, pero muchos críticos han preferido acordarse de Albert Speer, el arquitecto de Hitler.

El neoclasicismo, han dicho por ejemplo, es «fachadismo que finge representar gloria y verdad» y que «remite a una América en la que ni las mujeres ni la gente de color podía votar». Prejuicios que, al identificar clasicismo con conservadurismo, avivan el muro de fuego sagrado que la NCAS pretende levantar en torno al «estilo arquitectónico clásico» para protegerlo de aquellos que, como Adam Nathaniel Furman, lo toman sin ponerse guantes blancos.

Nick Rolinski, un arquitecto de Michigan que se define como clasicista, vaticinaba por esa razón que la propuesta de la NCAS le costará más proyectos al clasicismo de los que logrará fomentar. Lo advertía también en The New York Times el crítico Michael Kimmelman al negarse a cantar las virtudes de los edificios federales modernos a los que ataca el borrador: ese es el tipo de división cultural que a Trump le gusta cultivar y explotar. “La trampa es entrar al trapo de un debate sobre el estilo”, decía.


El movimiento posmoderno, otro caballo de Troya del clasicismo

 

Es verdad. Sin embargo, no deja de sorprender que en esta guerra casi nadie se haya montado en el caballo de Troya que es el clasicismo de tipo posmoderno. Para empezar, porque su inaugurador, Robert Venturi, era estadounidense y después porque, como escribe en el libro What is Post-Modernism? (1986) el historiador y arquitecto Charles Jencks, su arquitectura partía de la idea de que el movimiento moderno había fracasado tanto por su incapacidad de comunicarse con sus usuarios, como por haber prescindido de los vínculos con la historia o el entorno. Una crítica que, como se ha visto antes, es muy similar a la que hace la NCAS.

A partir de los años sesenta, Robert Venturi y otros arquitectos posmodernos como Michael Graves o Charles Moore intentaron solucionar esos problemas insuflando en la arquitectura moderna un hálito contextual en el que abundaron elementos clásicos como las columnas griegas, rechazadas como cualquier otro historicismo por Le Corbusier y compañía. La consecución de una arquitectura que se comunicara con la gente y conla historia acabó convirtiéndose en un objetivo compartido por arquitectos modernos como Philip Johnson.

Así, en los años ochenta, el que fuera discípulo de Mies van der Rohe apoyó su Edificio A&T de Nueva York en una logia clásica y lo culminó con una cima ornamental tipo Chippendale, un giro de los acontecimientos parecido al que sueña conseguir la NCAS con su decreto. La diferencia es que los arquitectos posmodernos emplearon el lenguaje clásico con una libertad, ingenio, y sentido del humor que dinamitan el concepto de «estilo arquitectónico clásico» empleado por la NCAS. Especialmente, cuando en otra parte del borrador lo equipara al «estilo arquitectónico tradicional».

Así lo considera Owen Hopkins, autor de un reciente libro sobre arquitectura posmoderna (Less is a bore, 2020, Phaidon) y comisario hasta febrero de las exposiciones del Museo de sir John Soane.

Imagen de la exposición ‘Roman Singularity’, de Adam Nathaniel Furman, en el Museo de sir John Soane. | FURMAN

«Lo clásico no equivale necesariamente a lo tradicional, ni viceversa. Ahí tenemos por ejemplo la Piazza d’Italia de Charles Moore en Nueva Orleans: es abiertamente clásica, pero nada tradicional», apunta. Concebida como un espacio público en el que la población italiana de Nueva Orleans pudiera reunirse y celebrar su identidad, la plaza incluye una fuente con la forma de la península de Italia en la que los chorros de agua caen desde columnas de distintos órdenes clásicos con capiteles metálicos o neones de colores e incluso dos tondos con el rostro del propio arquitecto. «Para diseñarla, Charles Moore bebió de la cultura y la arquitectura italianas de una manera lúdica, pero totalmente sincera. Es una arquitectura rica, poderosa y profundamente evocadora que ha demostrado ser inmensamente popular entre la gente para la que fue diseñada. Contiene la lección esencial del posmodernismo: que los arquitectos deberían ser libres de usar los elementos clásicos como deseen, y no constreñidos por una manera única ‘correcta’ de diseñar», dice Hopkins.

La Piazza d’Italia de de Charles Moore en Nueva Orleans: una obra clave del posmodernismo que usa los elementos clásicos a placer y con libertad. | GETTY

El arquitecto, pintor y escritor Óscar Tusquets fue otro de los pioneros del clasicismo posmoderno. Su gusto por la cultura clásica le liberó de la ortodoxia del Estilo Internacional, pero sin arrastrarle ante los pies de otro ídolo. «El primer manifiesto contra la dictadura de la arquitectura moderna –Complexity and Contradiction in Architecture, de Robert Venturi– se publicó en 1966, y la traducción española mucho más tarde. Yo terminé mis estudios de arquitectura en 1964. Por lo tanto, en aquellos años la arquitectura moderna se veía como un ideal, no como un aburrimiento», explica Tusquets. «Creo que el clasicismo me atrae desde la infancia. Venturi quizás me aportó la libertad de utilizarlo».

Belvedere Giorgina (1972, Llofriu, Girona), de Óscar Tusquets, es una vivienda introducida en un belvedere paladiano, que Charles Jencks puso como ejemplo de la arquitectura inaugurada por Venturi. | ÓSCAR TUSQUETS

La primera obra representativa del clasicismo posmoderno de Tusquets llegó en 1972 con el Belvedere Giorgina, una vivienda introducida en un belvedere paladiano que Charles Jencks puso como ejemplo de la arquitectura inaugurada por Venturi. Según escribe Jencks en El lenguaje de la arquitectura posmoderna, el Belvedere Giorgina da la impresión de ser «un edificio clásico concebido según la estética del Estilo Internacional, o viceversa». Con la obra de Tusquets, sigue Jencks, el arquitecto moderno hizo las paces con el historicismo y se permitió utilizar «una cita directamente tradicional», aunque con mucho cuidado de no recorrer por completo el camino de la tradición y toparse con «los reaccionarios que venían caminando en sentido contrario».

Villa Andrea (1989-1992), vivienda que habita y donde tiene su estudio Óscar Tusquets. Inspirada en la arquitectura paladiana, un edificio moderno a la manera de la estética clásica.

Con Bofill hemos topado

Está claro que este segundo sentido es el emprendido por la National Civic Art Society con su borrador. Así, no es ninguna casualidad que el único edificio federal contemporáneo que alaba su propuesta sea el palacio de justicia de Tuscaloosa, construido en 2011 con esa arquitectura «tradicional» que reivindica. Ni que, aunque el texto deje abierta una puerta a «la experimentación con nuevos estilos» (siempre que sean «respetuosos con el público»), no mencione a ningún clasicista postmoderno. Ni siquiera, a aquellos más apegados a la tradición como Thomas Gordon Smith.

El reciente edificio federal del palacio de justicia de Tuscaloosa, en Alabama (Estados Unidos) es uno de los venerados ejemplos de arquitectura clásica en el decreto Making Federal Buildings Beautiful Again. | GETTY

También es significativo que Justin Shubow, presidente de la National Civic Art Society, aceptara participar en este artículo y dejara de contestar los correos electrónicos cuando se le preguntó si una obra como Les Espaces d’Abraxas de Ricardo Bofill es lo bastante clásica para su decreto.

Las pocas dudas que se pudieran tener al respecto quedaron despejadas el pasado marzo, cuando, apenas un mes después que se filtrara el borrador, Melania Trump desveló el proyecto para el nuevo pabellón de tenis de la Casa Blanca. El diseño del edificio acata el estilo de la residencia presidencial con la misma disciplina con la que el personaje interpretado por Sissi Spacek en Carrie se vestía con los cárdigans que le compraba su madre.

«Como la mayoría de ejemplos de este ‘nuevo clasicismo’, es sumamente banal y poco imaginativo», opina Adam Nathaniel Furman del pabellón de tenis de la primera dama. «Lo más triste es que la gente parece pensar que la única manera de usar el clasicismo en el diseño es ser servilmente pedante y reproducir un reducido grupo de precedentes del pasado a los que se considera ‘correctos’. Como podrás imaginar, a mí lo que me interesa es utilizar la forma y el lenguaje clásicos de una manera radicalmente creativa e inusual para responder a las peculiaridades del siglo XXI, no para retirarme a una especie de arcadia conservadora».

Teatro y Arco de Espaces d’Abraxas, en Marne-la-Vallee (París), de Ricardo Bofill. El presidente de la National Civic Art Society, Justin Shubow, no contesta a la pregunta de si esta obra es lo bastante clásica para su decreto. | GETTY

De manera similar se expresa Antonio Pizza de Nano, profesor de historia de la arquitectura en la Universidad Politécnica de Cataluña, al diferenciar el clasicismo empleado por arquitectos como Venturi del propuesto por la NCAS. En el primero «existía un importante componente de ironía intelectual y una sofisticada elaboración de las fuentes. En cambio, las arquitectura clasicistas contemporáneas, marcadas por objetivos sustancialmente comerciales, resultan ser copias pedantes de soluciones consagradas en otros tiempos y contextos».

Antes se dijo que el tipo de clasicismo inaugurado por Robert Venturi tiene la capacidad de irritar al más ortodoxo con su propia medicina, y así quedó demostrado en los años ochenta con motivo de la ampliación de la National Gallery de Londres. El concurso lo ganó inicialmente el estudio Ahrends Burton Koralek, pero después de que en 1984 el príncipe Carlos criticara su moderno diseño definiéndolo como «un monstruoso forúnculo en la cara de un amigo elegante y querido», palabras que enseguida muchos críticos abanderaron, se prefirió buscar una solución «más adecuada» a la arquitectura neoclásica del museo. Finalmente, el proyecto cayó en manos de Venturi y su esposa, la arquitecta Denise Scott-Brown.

Un neo-neo-neoclasicismo 'revival' 'revival'

Conocida como el «Ala Sainsbury», en la ampliación de la National Gallery elementos clásicos de la fachada principal como la secuencia de pilastras y columnas se van diluyendo en un edificio que presenta un aspecto más moderno a medida que se va alejando de Trafalgar Square. El equilibrio entre el clasicismo y las innovaciones conseguido por Venturi-Scott-Brown, sin embargo, disgustó a muchos tradicionalistas y tampoco convenció a los pro-modernos. Para muchos puristas, fue como si se hubieran quejado de que J. J. Abrams fuese a dirigir una secuela de La diligencia de John Ford y la película la acabara rodando Quentin Tarantino. La clase de ironía en la que parecía estar pensando el crítico Justin Davidson cuando, al escribir el pasado febrero sobre el borrador de la NCAS en la New York Magazine, animaba a los diseñadores a que, en el caso de que Trump firme finalmente el decreto, lo contesten inventando “un nuevo neo-neo-neoclasicismo-revival revival” que resulte familiar al tiempo que progresista. “Se ha hecho antes”, concluía Davidson.

No faltarían los candidatos a recoger este guante. Mientras Trump sueña con disfrutar de su pabellón de tenis durante un segundo mandato, el dios Apolo sigue congregando en su parnaso a artistas como Brett Lloyd, un fotógrafo británico al que su arte ha llevado hasta los mismos paisajes del sur de Italia en los que Wilhelm von Gloeden realizó sus retratos de jóvenes desnudos.

Carmelo Rodríguez, socio fundador del estudio de arquitectura y diseño madrileño Enorme Studio, cuenta que lo mismo ocurre en su profesión. Bizarre Columns, su popular cuenta de Instagram, es un registro de los coqueteos que la columna clásica ha tenido en las últimas décadas con los arquitectos y diseñadores más punteros de cada momento: el sillón Capitello de Studio65 o las cariátides de Manuel Núñez Yanowsky en París.

La chaise longue Capitello, con el resto de la colección Iconical, de Studio65 (1972). | ARCHIPRODUCTS

La chaise longue Capitello, con el resto de la colección Iconical, de Studio65 (1972). | ARCHIPRODUCTS

Esta promiscuidad histórica llega hasta el presente, donde Carmelo Rodríguez asegura que la vieja dama vive una nueva juventud.

‘Venus 18’ Residence, de Manuel Núñez Yanowski, en París (1995-97). | MANUEL NÚÑEZ YANOWSKI

«Desde luego que ha habido un repunte del clasicismo. La columna clásica ha vuelto y forma parte de nuevo de la iconografía colectiva. Ya no es un tabú como en el movimiento moderno, aunque tampoco existe una obsesión tan fuerte por utilizarla como en la posmodernidad. Es un recurso más dentro del heterogéneo panorama actual. En España menos, pero en otros países donde la herencia es mayor la tendencia es clara: están el estudio Fosbury Architecture y el grupo artístico Sbagliato en Italia; la firma de arquitectura Point Supreme en Grecia; el arquitecto californiano Andrew Kovacs en Estados Unidos; la artista Verena Issel en Alemania; Adam Nathaniel Furman, el artista Pablo Bronstein o la escenógrafa Anna Lomax en Reino Unido», enumera.

Un escuadrón a tener en cuenta en caso de una guerra que, más que contra la arquitectura moderna, lo sería contra la imaginación.

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