El coronavirus está revolucionando el uso de los espacios públicos y privados. Las ciudades, los museos, los edificios de oficinas… De todo esto habla el arquitecto estrella Renzo Piano, mitad genio, mitad humanista.
Toda Italia se quedó en estado de shock tras el derrumbe del puente Morandi en Génova el 14 de agosto de 2018. Muchos interpretaron aquella catástrofe, en la que murieron 43 personas, como un símbolo de los problemas y las debilidades del país: los gestores privados y el propio Estado habían dejado que el viejo viaducto, con 50 años a sus espaldas, se deteriorara irremediablemente.
A los pocos días de la tragedia, el alcalde de Génova le pidió al arquitecto Renzo Piano que diseñara un puente nuevo. Después de un año de obras, el pasado mes de abril tuvo lugar la ceremonia de colocación de la última pieza del armazón. La infraestructura se abrirá al tráfico durante este verano.
Piano nació en Génova en 1937. Su primera gran obra despertó admiración internacional: el Centro Pompidou de París, que levantó en los setenta junto con Richard Rogers y Gianfranco Franchini. Entre sus creaciones se encuentran la Fundación Beyeler en Basilea, el edificio del New York Times en Nueva York y el Centro Botín de Santander. Piano reside en París desde hace décadas. Ganador del prestigioso galardón Pritzker en 1998, su país le acaba de otorgar el Premio Italiano de Arquitectura por su legado al mundo.
Tras el fin del confinamiento, ¿cómo vive esta nueva libertad?
Renzo Piano. Maravillosa. Por fin he podido volver al despacho. Para mí, el proceso creativo es como jugar un partido de ping-pong con treinta personas y treinta pelotas, y eso no lo puedes hacer aislado en tu casa.
¿Cómo pasó todo ese tiempo?
R.P. Mi hijo vive enfrente, al otro lado del patio. Por la tarde, a las seis, nos saludábamos desde la ventana y luego jugábamos partidas de ajedrez por ordenador. Casi siempre ganaba él. Pero en conjunto no lo pasé bien, sufría mucho. He dedicado toda mi vida a construir lugares de encuentro –museos, bibliotecas, salas de conciertos, teatros– y no podía dejar de pensar que ahora todos esos edificios estaban vacíos por culpa de la pandemia.
¿Y ha sacado algo en positivo del confinamiento?
R.P. Que a veces ayuda alejarse un poco de las cosas, poner cierta distancia. Los artistas que hacían los mosaicos de Rávena trabajaban a treinta centímetros de los muros, tenían que apartarse constantemente para poder dar forma a sus imágenes. Durante la pandemia, la distancia nos ha permitido ver lo frágil que es nuestro planeta.
“El proceso creativo es como jugar un partido de ‘ping-pong’ con treinta personas y treinta pelotas. Y eso no se puede hacer confinado en tu casa“
¿A qué se refiere?
R.P. Ahora, te toman la temperatura corporal a todas horas. Con que te suba un grado ya tienes fiebre, estás enfermo y no puedes ir a trabajar. Pero, al mismo tiempo, mucha gente no ve ningún problema en que suba un grado la temperatura del planeta. Y es un problema. Espero que se entienda de una vez que este tipo de fenómenos no saben de fronteras, no las hay para los virus ni para el cambio climático. No es posible levantar muros contra ellos.
Sin embargo, en la actualidad, los gobiernos tienen tendencia a construir muros, a aislarse, ya sea contra los refugiados o contra las pandemias.
R.P. Los problemas de salud de las personas y del planeta solo los resolveremos juntos. Si este egoísmo se mantiene, la cosa irá a peor. A pesar de todo, en nuestra vieja Europa no estamos tan mal. Tengo dos pasaportes, soy de Génova, vivo en París y trabajo por todo el mundo. Para mí, Europa es un único país. Me siento profundamente europeo.
Sin embargo, muchos italianos, según las encuestas, estarían encantados de salirse de la eurozona. Incluso de la propia Unión Europea.
R.P. Es triste, pero espero que se imponga el sentido común. Cuando estoy en América, o en Australia, o en Asia, veo con toda claridad hasta qué punto Europa está unida por su historia. Y por un humanismo compartido. Llevamos 75 años viviendo en paz, aunque por desgracia muchos lo olvidan.
Algunos políticos hablan estos días de guerra contra el coronavirus…
R.P. Y no me parece bien. Yo tenía siete años en 1945, cuando terminó la guerra. La guerra fue algo terrible, no se la puede comparar con el coronavirus.
No ha habido guerra, pero se quiere emprender un proceso de reconstrucción.
R.P. A mí lo que me preocupa es la idea de que la gente se distancie de los demás de forma permanente por miedo al virus. Espero que no hagamos una arquitectura que separe. Todavía me acuerdo de los refugios atómicos que construyó Suiza durante la Guerra Fría, totalmente inútiles, un puro disparate. Y el 11 de septiembre de 2001 me sorprendió en Nueva York, haciendo la nueva sede del New York Times. Después de los atentados se generalizó la demanda de construir búnkeres en el centro. Muchos decían que ya no volvería a haber edificios abiertos, accesibles.
Desde hace décadas, un flujo incesante de personas deja el campo para ir a la ciudad. ¿Cree que ese fenómeno se invertirá? ¿Habrá un éxodo de las ciudades?
R.P. En Italia se han quedado vacías zonas enteras, lugares con rincones maravillosos. Me gustaría que esas regiones estuvieran mejor integradas. Pero lo que pido por encima de todo es que, por favor, no haya separación, necesitamos seguir teniendo lugares donde la gente se pueda reunir, donde se celebren los rituales de la convivencia, de la pertenencia a una comunidad.
“El sentimiento de comunidad se impondrá al miedo. Soy optimista, al fin y al cabo, pertenezco a la generación de la guerra”
¿La evolución del mercado inmobiliario, tener una casa en el campo, vuelve a ser una opción atractiva?
R.P. El sentimiento de ciudad, de lo urbano, es algo a lo que no me gustaría renunciar. Y, además, no deberíamos seguir destruyendo el entorno rural, sería peligroso. Es mejor devolverles la dignidad y la humanidad a las periferias de las ciudades.
Cuando piensa en sus grandes proyectos, por ejemplo en torres de oficinas como The Shard, en Londres, ¿cómo cree que será la vida laboral en ese tipo de edificios durante la era del distanciamiento social?
R.P. Lo que creo es que los arquitectos no deberíamos dejarnos presionar. Para defendernos del virus, hacen falta respuestas en el ámbito del sistema sanitario, y no tanto en el de la arquitectura y el urbanismo. Para muchas cuestiones, ni siquiera hay una solución técnica. Juntarse con otras personas no puede ser un peligro.
“Los arquitectos no deberíamos dejarnos presionar. Para defendernos de los virus, hacen falta respuestas sanitarias, no arquitectónicas o de urbanismo”
Tras los atentados terroristas en París, Berlín o Barcelona, las ciudades afectadas volvieron rápidamente a la normalidad. ¿Confía en que esta vez vuelva a pasar lo mismo?
R.P. El sentimiento de comunidad se impondrá al miedo. Soy optimista, al fin y al cabo, pertenezco a la generación de la guerra. La gente de mi edad somos hijos de la tormenta, como dijo en una canción mi buen amigo el genovés Fabrizio de André. Pero la tormenta pasó. Día a día, semana a semana, mes a mes, las calles iban estando más limpias y despejadas, el pan era de mejor calidad, la comida sabía mejor. Mi madre se reía más, mi padre estaba más relajado. El tiempo tuvo un efecto sanador. Los arquitectos queremos construir, no destruir; construir es un gesto de paz, por eso elegí esta profesión. Y por eso creo que, tras esta catástrofe, las personas volverán a querer juntarse de nuevo.
“En un sentido metafórico, todos mis edificios son puentes. En realidad, todo lo que he construido en mi vida han sido puentes”
En las grandes crisis es habitual que se invierta en infraestructuras para estimular la economía, es decir, que se invierta en su sector. ¿A qué cree que deberían destinarse todos esos miles de millones de euros que hay disponibles?
R.P. Su pregunta me devuelve al puente que acabo de construir en Génova. Y no me refiero solo a este puente concreto, sino a los puentes metafóricos que se necesitan en estos momentos. Pienso en puentes y carreteras, pero también en escuelas, suburbios; se trata de mejorar, reparar, restaurar. Sería muy sabio poner en marcha un enorme programa de rehabilitación y renovación en vez de lanzarse a construir masivamente desde cero.
¿Qué pensó cuando se enteró del desplome del puente de Génova?
R.P. No pude evitar pensar en el 11-S. Por aquel entonces estaba en Nueva York con toda mi familia. Nunca olvidaré aquella mañana. Cuando el puente se derrumbó el 14 de agosto de 2018, sentí algo muy parecido. Fue una tragedia. Los puentes no deberían hundirse.
El derrumbe del puente también se interpretó como un símbolo de la debilidad de Italia.
R.P. No hay obra que pueda sobrevivir sin cuidados, sin mantenimiento. El sistema en su conjunto falló, por eso lo está investigando la Fiscalía. Cuando el alcalde me pidió ayuda, dije que sí inmediatamente. La reconstrucción no es solo un acto de necesidad, también es un acto de liberación. He diseñado el puente como un barco, desde abajo se ve como el casco de un navío flotando a través del valle. Los genoveses están acostumbrados a navegar desde siempre, por eso se me ocurrió esa idea tan visual.
Está previsto que el puente quede abierto al tráfico este verano, después de poco más de un año de obras. Parece un verdadero milagro.
R.P. Al pensar en Italia, los hay que piensan solo en mandolinas y guitarras. Pero Italia es más, mucho más, es un país extraordinario con unas capacidades extraordinarias. No creo en los milagros.
¿En qué cree entonces?
R.P. Las obras son siempre lugar de entusiasmo y orgullo. Le contaré una breve historia de mis tiempos en Berlín, para que entienda mejor a lo que me refiero. Para construir el edificio de la Potsdamer Platz, a mediados de los años noventa, teníamos cinco mil operarios procedentes de todo el mundo. Un día se pasó a visitar las obras Daniel Barenboim. Se quedó mirando la cantidad de grúas que había y dijo: «Esto es un ballet». Poco después de aquello organizamos con el también director de orquesta Claudio Abbado un concierto en el que las grúas se movían al ritmo de la música como si fuesen bailarines. Sin un entusiasmo así es imposible construir nada. Da igual de dónde sean los obreros y los ingenieros, construir es un acto de paz y solidaridad. En un sentido metafórico, todos mis edificios son puentes. En realidad, todo lo que he construido en mi vida han sido puentes.
Y volviendo a Génova…
R.P. Hemos trabajado día y noche, también durante el confinamiento. Algunas de las piezas tuvimos que traerlas por mar desde Nápoles. Siempre digo que quien sabe construir un barco sabe construir cualquier cosa.
En la ceremonia de colocación de la última pieza de la estructura, a finales de abril, el primer ministro Giuseppe Conte dijo que su puente era un modelo para Italia.
R.P. No lo sé. El puente tiene mucho de Génova, y los genoveses no son de hablar demasiado. Un poco de calma y sosiego no viene mal en estos tiempos en los que hay tantas voces gritando. Por eso, este puente es un gesto modesto, sencillo.
¿En qué sentido?
R.P. Creo que tanta rapidez y eficacia a la hora de construir algo no debería ser un modelo, debería ser lo normal. Por otro lado, la arquitectura no responde solo a una necesidad, sino también a deseos y esperanzas. Por eso siempre cuenta una historia. Unas veces es una historia tonta; otras, un relato de riqueza o poder; y, en ese caso, la arquitectura se vuelve frívola y carente de interés. Pero un puente es algo hermoso, algo noble. Como una canción bella y pura. Por desgracia hace falta una tragedia, un estado de emergencia –como el que se declaró en Génova tras el derrumbe del puente– para dejar a un lado las disputas habituales y actuar de forma competente. Esta Italia es un país peculiar.
¿Y no será que usted no termina de entenderse bien con Italia? ¿Que Italia, con su enorme y a veces opresivo bagaje histórico, resulta especialmente difícil para un arquitecto?
R.P. No, no es eso en absoluto. Lo que pasa es que soy de Génova. Italo Calvino escribió una vez que en mi ciudad hay dos tipos de personas: unas que se pegan a sus muros como si fueran lapas y otras a las que les atrae lo lejano. Yo soy de este segundo grupo. Admiro Italia como país, me encanta el Mediterráneo. Fue un impulso instintivo lo que me llevó lejos, pero en mi corazón nunca me he marchado de Italia.
¿Qué es lo que le gustaría construir cuando pase la pandemia?
R.P. Seguiré haciendo lo mismo que hasta ahora. Obviamente, los hospitales van a ser aún más importantes que antes. Justo acabamos de finalizar una clínica pediátrica en Uganda y estamos construyendo otra en Bolonia. También estamos diseñando tres hospitales en Grecia.
¿Qué mundo, qué sociedad, espera usted una vez vencido el coronavirus?
R.P. Cuando era joven, todos nos volcamos con entusiasmo en la reconstrucción, en propiciar una especie de renacimiento tras la guerra. Quizá era un poco inocente, pero pensaba que el mundo sería cada día mejor. Intenté hacer mi parte. Y lo sigo intentando. Pero los de mi generación no hemos conseguido salvar la Tierra. Ahora tienen que intentarlo los jóvenes arquitectos.
¿Cómo?
R.P. Acabamos de vivir en nuestras carnes la vulnerabilidad de la naturaleza humana. Y estamos viendo ya la vulnerabilidad del planeta. Es de eso de lo que tenéis que ocuparos vosotros.